domingo, 30 de octubre de 2011

16 de octubre

Hoy es uno de esos días en que no tendría que oirse ningún ruído. Hasta el  movimiento de las hojas del árbol que hay frente a mi casa, resuena como si dentro de la cabeza estuviera tocando  la banda de tambores y trompetas del Ayuntamiento. Y a Pascualita le pasa lo mismo y debe haber asociado su dolor conmigo, porque fui yo quién la metió de cabeza en la copa de chinchón. Total, que las relaciones entre nosotras van de mal en peor. Ahora me enseña los dientes, como un perro rabioso, cada vez que me ve. Tendré que andar por casa con las gafas de sol y el guante de acero. No me fio un pelo del bicho ese. Claro, que ella tampoco se fia de mi.
Pero lo peor de todo, la madre de todos los cataclismos, es la abuela. Desde que nos vio borrachas no ha parado de meterse conmigo... a gritos. ¿No podría decir las mismas cosas más bajto?
Ahora quiere que le ayude ha hacer unas cocas con verdura para llevar esta tarde a la Residencia. Por lo visto celebran una fiesta y quiere que su novio se sienta orgulloso de ella al verla cooperar. Bueno ¿y qué tengo que ver en eso? Al fin y al cabo ella no abrirá la boca para decir - "Mi nieta me ha ayudado ¿a qué es encantadora?" - Todo el mérito será suyo, además, lo que quiero es tomarme otra aspirina (creo que esta será la cuarta en cuatro horas) y acostarme pero no me deja en paz. - "Ni lo sueñes. Venga, ponte a cortar la verdura que no tienes nada mejor que hacer" - ¿Cómo que no? quiero dormir la mona. Pascualita lo puede hacer y yo no ¿a qué vinene esos favoritismo - "Que te crees tu eso. La sirena tampoco dormirá, así aprenderá que no tiene que fiarse de tí. Ves al comedor y tráete la pecera a la cocina" - ¿yoooo? Ni hablar. Ese bicho me atacará - "No te hará nada, no ves que no puede ni moverse" - Pero bien que me enseña los dientes y yo aún tengo el pecho hinchado de los mordisco que me dió - "Encima te quejarás, desagradecida" - (¿de qué hablaba?) - "Ahora, por lo menos, tienes el pecho bonito en vez de esos tristes colgajos" - ¡Pero, bueno. Que mala baba tienes, abuela! - "A ti lo que te pasa es que no te gusta que te digan las verdades. ¿Cómo vas a encontrar novio? Opérate y que te ponga un kilo de silicona en cada teta, coño" - ¡¡¡Abuela!!!.
Pascualita no me atacó. No tenía fuerzas, a lo único que llegaba era a enseñar los dientes. En cuanto llevé la pecera a la cocina, la abuela cogió a la sirena y la sentó en el borde. El pobre bicho boqueaba, estaba blanca como el papel y la cabeza se le iba de un lado a otro hasta que se cayó al agua. Pero, tantas veces como se cayó, la abuela la volvió a levantar - Déjala, pobrecita - "¡Tiene que aprender a hacer coca con verdura para cuando esté en su País!" - Desde que visitas la Residencia tan a menudo, cada vez dices más tonterías - No me quedó otra que hacerle caso y ponerme a cortar la verdura, al final ni me enteraba de lo que hacía, era como si estuviera flotando en una nube ¿sería consecuencia de tantas aspirinas? Bueno, que más daba, se estaba bien así, incluso había momentos en que veía a la abuela allá leeeejooos y a penas la oía, lo que era una bendición. Acabé por no entender sus palabras que se habían convertido en un rumrrum. Era como si me hubiera fumado unos cuantos canutos. Flotaba aunque me daba cuenta de que no dejaba de hacer mi trabajo. Cortaba, despacito eso sí, tomates, pimientos, cebollas, tira, tira. Hasta que algo desagradable me sacó de mi ensueño. La abuela gritaba como una descosida - ¡¡¡La vas a matar!!! - Algo estaría haciendo la dichosa Pascualita - ¡AY! - sentí un dolor profundo en la mano y otro más en la cara y ambos se repetían una y otra vez, además, alguien tiraba de mi brazo como si me lo quisiera romper. Poco a poco volví en mí y comprobé, horrorizada, lo que pasaba. Tenía sujeta a Pascualita sobre la tabla de cortar, la abuela me sujetaba con una mano el brazo con el que blandía el cuchillo dispuesta a hacer rodajas a la sirena, mientras con la mano libre me abofeteaba con furia, gritando -"¡¡¡Que la matas, desgraciada, que es Pascualita!!!" - A todo esto la sirena se defendía con furia y clavaba sus dientes una y otra vez en la mano que la sujetaba a la plancha, la mía.
La abuela, deseperada y asustada, me mandó a la cama. Ahora, después de dormir nueve horas seguida, tengo la mano y la cara como si me hubiese atacado un boxeador pero por lo menos me he salido con la mía. ¡Juro que no volveré a probar el chinchón!

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