miércoles, 8 de julio de 2015

Un día tranquilo.

He ido a la playa tempranito para refrescarme a gusto. Pero no me he ido sola porque alguien tiene que guardar la bolsa y la toalla mientras me baño. Venían Pascualita y Pepe. El pobre lleva sin salir de casa desde que lo encontramos en la tienda del señor Li y entre los mordiscos que se ha llevado de la sirena más los zurcidos de la abuela, cada vez tiene peor cara. Así que un poco de brisa marina he pensado que no le vendría mal.

Pascualita, como siempre, ha ido en el termo de los chinos y una vez en la playa la he puesto en la bolsa de rejilla de acero que una vez usamos para que pudiera disfrutar directamente del mar y la he colguado de uno de los tirantes del bañador.

Sobre la arena ha quedado la pequeña bolsa con la toalla, el peine, las gafas de sol y las llaves de casa y encima de todo, Pepe. He dejado la bolsa abierta para que pudiera ver el paisaje: la parte trasera de la Catedral, los barcos entrando y saliendo, las montañas que junto con el cielo y el mar, formaban una gama de azules muy atractiva. Y todo esto abierto a la bahía de Palma forman una hermosa postal. Pero Pepe, quizás por timidez, no abrió los ojos ni una sola vez... ni la boca.

Pascualita y Pepe son la cara y la cruz de una moneda. Si uno es callado y discreto, ella es todo lo contrario. No se conformaba con estar en remojo ¡quería que la soltara! Se puso pesadísima, saltando como una loca intentando romper la bolsa. Luego me tiró chorritos de agua envenenada a los ojos que pude evitar pero cuando me amenazó con su terrible dentadura de tiburón me enfadé tanto que di por terminado el baño.

Antes de llegar a la arena un chico se acercó corriendo a por mi bolsa. Al verle la intención grité para que alguien evitase el robo pero en la playa éramos cuatro y el cabo y nadie se movió porque estábamos desperdigados. El ladrón cogió la bolsa, miró dentro y soltó a la vez un grito y la bolsa. Le oí exclamar - ¡Que asco!

Pepe había salvado nuestras pertenencias. El pobre había caído al suelo y estaba rebozado en arena. Al ir a cogerlo, una ladrona se lo llevó: una gaviota que pasaba por allí. - ¡¡¡Eh, dáme eso!!! - le grité pero ella levantó el vuelo con la cabeza jibarizada en el pico. No me lo pensé dos veces y sacando a Pascualita del saco de acero, se la tiré a la gaviota. La sirena se agarró con saña para no caer y un segundo después los graznidos del ave atronaban la playa.

Bajaba, subía, hacía vuelos rasantes, corría por la playa como una borracha. Yo la perseguía con la toalla en plan capote. Cuando la tuve a tiro, le cubrí la cabeza con ella para evitar su pico y busqué al tacto a Pascualita. La arranqué de un fuerte tirón de una de las patas del pájaro que, en seguida, se hinchó espectacularmente. La gaviota no podía andar con aquella pata enorme que parecía un jamón de bellota.

Al volver a casa, sin más contratiempos, nos metimos los tres bajo la ducha. Medio minuto después salí corriendo con la sirena a punto de dar su último suspiro después de haber bebido agua dulce. Está visto que no puedo tener un día tranquilo.

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