martes, 11 de julio de 2017

Pascualita, sibarita.

Pascualita me preocupa. No quiere comer. Y todo desde que probó la carne de la tintorera, a la que dejó agujereada como un queso de Gruyere. - ¿Y de dónde quieres que yo saque un tiburón, tía pestiño? ¡O te comes tu pienso para tortugas o acabarás siendo una raspa de sardina!

Me tiene harta la sibarita ésta. La he tentado con rebanadas de pan con tomate, aceite y queso mahonés pero no ha picado. También con sardinas en aceite, se limitó a olerlas - ¡Si fueras de mi tamaño te daba un revés que te saltaba la dentadura! (le grité un día que me tenía hasta las narices) - Claro que luego pensé que si fuese como yo, me comería de un bocado.

Llamé a la abuela. - ¡Llévatela contigo, al fin y al cabo vives en una casa bien! - "¿Bien, qué? - Bien de dinero, se entiende. - "¿Qué dinero necesitas para comprar una taza de sopa de aleta de tiburón o unos trozos de cazón en el restaurante chino propiedad de un sobrino del señor Li? ¿Te va a arruinar por eso, boba de Coria?" - Pues... creo que no... ¿Pagamos a medias? - "¿Por qué crees que los ricos son ricos?" - ¿Porque no gastan...? - "Efectivamente"  - Con la abuela siempre salgo perdiendo. Es más agarrada que un chotis.

He metido a la sirena en el termo de los chinos sin ningún esfuerzo. Esto dice a las claras que está perdiendo peso. Basta mirar su cara. Cada vez tiene los ojos más grandes y la cara más pequeña. Ahora es toda ojos y dientes. Para distraerla un poco y que sienta olores apetitosos, me la he llevado a la pescadería del Mercado de Pere Garau.

Antes de entrar ya asomaba la cabeza a través de la boca del termo. - ¿Huele bien, verdad? - ¿Oler? ¡Apesta! - me dijo una mujer que pasaba por mi lado creyendo que le hablaba a ella.

Me paseé despacio entre los puestos sin que Pascualita se inmutara ante tanto bicho muerto. De repente y sin previo avisó, saltó sobre unas musolas, pequeños tiburones despellejados, a las que mordió a diestro y siniestro hasta hacer una escabechina. Iba tan rápida que no podía cogerla. La vendedora, viendo que toqueteaba toda la mercancía se puso en jarras. - ¡¿Qué hace?! - En ese momento me hice con la sirena y la metí dentro del carrito de la compra. - La pescadera, con un enorme cuchillo en la mano, gritó: - ¡¡¡Vas a pagarme lo que has destrozado!!! y después siguió gritando: - ¡¡¡GUARDIAAAAAAAAAAAAAA!!!

La factura ha sido gorda porque, además de las musolas atacó a las merluzas, los salmonetes, dos langostas y un buen montón de sardinas que quedaron echas una pena. Saqué el monedero, allí no había euros ni para empezar. - Voy a... ir hasta mi casa a... buscar más dinero... Ahora vuelvo... - El gran cuchillo pasó a un centímetro de mi naríz. - ¡¡¡Quieta, parada!!! Te acompañará el municipal.

Me volví. Ahí estaba Bedulio con la porra en la mano. Al verlo sentí alivio y él palideció. - ¡Oh, no! Tenga, ya se lo pago yo pero en su casa no entro ni harto de vino.


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