Menuda la que me ha liado Pascualita con sus cantos de sirena. Los vecinos siguen llenando la escalera de casa.
Yo ya tengo el síndrome del Orador porque, de buena mañana abro la puerta de la calle y trato de convencerlos para que se larguen a sus casas, aunque sé que no lo harán mientras la sirena cante. - ¡Pascualita, por tu padre, calla ya, desgraciada!
Las vecinas han plantado una horca junto al árbol de la calle y gritan que es un "regalito" para mi ¡Creen que sus maridos han caído rendidos a mis pies! Por eso no me los lavo desde que comenzó éste lío. A ver si les llega la peste y comprenden que no vienen por mi. En casa, hasta los comensales de la Ultima Cena, se esconden para no olerme.
La Cristalera está veinticuatro horas abierta y el árbol de la calle protesta: - ¡Que tufo! ¡ciérrate, jodía!
Tuve que llamar al trabajo diciendo que se había muerto mi bisabuelastra y estaría unos días guardando luto. El jefe me preguntó: ¿No se había muerto ya? ... No. Esta es por parte de padre...
De repente en casa se hizo el silencio. ¡Pascualita está afónica! La desilusión de los vecinos salta a la vista viéndolos regresar a sus casas arrastrando los pies y las ilusiones. Allí les esperaban sus mujeres, rodillo de amasar en ristre.
Los días venideros, en el PAC del barrio, se vieron muchos casos de depresión masculina.
Mientras Pascualita, causante del desaguisado, disfruta nadando en la pila de lavar del comedor, yo tengo que soportar miradas asesinas y comentarios como: - ¿"Esto" es el objeto de deseo de nuestros hombres? ¡Mamarracha! - Que cruz tengo con este bicho...