De repente la calle se convirtió en rio caudaloso. - ¡Anda la osa! ¿de dónde sale éste? - Los vecinos y vecinas, alertados por el ruido del agua, se asomaron, curiosos, a ver el espectáculo. En casa pasó tres cuartos de lo mismo. Las bolas de polvo se empujaban unas a otras. - ¡Nunca hemos visto nada igual! ¡Que fuerte!
Cabalgando sobre una ola vimos pasar a Pompilio intentando domarla como si fuera un caballo. Las bolas de polvo gritaban animándolo: - ¡Eres mi ídolo! - Y sin pensárselo dos veces, se lanzaron al vacío convirtiendo el balcón en un alegre trampolín. Entonces, llevadas por la emoción del momento las bolas de polvo de las otras casas también saltaron en medio de una gran algarabía.
Desde lo alto de la copa del árbol de la calle, mi primer abuelito disfrutaba del jolgorio envuelto en un sudario de seda roja llena de truenos y relámpagos.
Pascualita dormía en el interior del barco hundido hasta que sonaron los truenos y muy enfadada subió a la superficie de la pila de lavar del comedor. Cambió el enfado por participar en la juerga de las bolas de polvo. Y se lanzó al agua llevando tras de sí mis gritos: desgarradores: - ¡Noooooooooooo! ¡Es agua dulceeeeeeeeeeeeeeeee!
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