Cada vez que pasaba cerca del aparador escuchaba gritos desgarradores. Pensé que alguien estaba oyendo capítulos de un dramón en su radio. Debí comentarlo en voz alta porque, tanto el vecino de al lado como la Escoba, vinieron a decirme lo mismo. - ¡Deja de hacer ruido!
Me pareció muy injusto porque yo no era la escandalosa. Pero resultó que nadie de la finca me creyó y cansados de oír alaridos día y noche, los vecinos acabaron llamando a los Municipales para que escucharan y decidieran qué hacer. El resultado fue que mandaron a Bedulio y éste, ni corto ni perezoso, me endilgó una buena multa por dar molestias a la vecindad.
Ahí me enfadé y le eché en cara su poca profesionalidad. El levantó una ceja, mojó la punta del bolígrafo dispuesto a engordar la multa ya impuesta. - ¿Has escuchado los gritos? ¡No, padre! - ¿Cómo que no? - ¡No, señor! No he visto que entraras en mi casa. Ni acercarte al aparador y yo sé por qué. Temes que mi primer abuelito ronde a tu alrededor, bonito de cara.
- ¡Oye, que soy la autoridad! - Abrí la puerta de casa de par en par - Anda, pasa... - Pasito a pasito, sudando a mares, llegó Bedulio hasta el comedor. Los alaridos no cesaron por ello. Es más, se intensificaron. De repente ocurrió lo impensable: ¡el cuadro se hinchó como un globo hasta que ¡¡¡EXPLOTÓ!!!
El comedor se llenó de comensales monstruosos, aunque de talla pequeña como cuando estaban en el cuadro. Los recogí sin saber qué hacer con ellos. - ¿Y Pascualita? (susurré) - Un dedo enorme en un cuerpo pequeñito, señaló hacia la mesa de la tasca. Allí estaba la sirena presidiéndola, encantada de la vida.
Pensé que Bedulio la vería y tendríamos problemas... pero, no. Corría que se las pelaba por la calle, que era cuesta arriba, batiendo todos los recórds mundiales de velocidad, habidos y por haber hasta ese momento.
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