sábado, 21 de junio de 2025

¿Acaso tengo que conocer todos los rincones de casa?

El abuelito dejó abierta la puertecilla del reloj. Era su escondite secreto para cuando quería ver la vida que él ya no tenía. Le molestaba un poco el tic tac del reloj y las campanadas no digamos pero, si quería saber la vida y milagros de su ex, no le quedó más remedio que acostumbrarse a esos ruidos. 

La puertecilla, abierta, del reloj hizo que al, sonar las campanadas sonaran más fuerte. Todos quedamos preocupados porque el reloj tiene más años que la tos y puede descuajaringarse en cualquier momento. - ¿Qué te pasa? (le preguntó el comensal de las treinta monedas, de la Santa Cena) - Debo haberme constipado porque me han dejado la puertecilla abierta y hace corriente.

- ¿Qué puertecilla? (dije) - Pascualita, que estaba sentada en el borde de la pila de lavar del comedor, elevó los ojos al cielo como diciendo: - Ay, señor, dame paciencia. - De la cocina llegó el OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO del jibarizado que, ya puesto, contó a su manera, el último día de su vida terrenal. Y a mi primer abuelito no le quedó otra que venir a traducir esa enrevesada lengua. - Me estaba mirando en una charca que recogía agua de la nieve derretida, límpia y transparente. ¡Que guapo era! Todos, hombres y mujeres, envidiaban mi cuerpo serrano al que adornaba con hermosas plumas de guacamayo. Pero ese día fatal, aún no había amanecido cuando el Jefe de la tribu vecina se levantó con dolor de muelas. Salió a la calle con su machete-corta-cabezas-ajenas. A su vez, yo salí también en busca de una charca donde asearme y mientras me lavaba la cara mi cabeza cayó en el arroyo. Fue una extraña sensación ver mi cuerpo desde otra prespectiva.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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