Mi casa está cerrada a cal y canto. No quiero que entre en ella el olor a madera quemada. Me siento muy mal. Pobre árbol de la calle. Ha muerto por mi culpa... ¿Qué clase de monstruo soy? No puedo dormir... bueno, algo sí, tampoco hay que exagerar.
Mi mente, enferma, buscaba excusas para que mi arrepentimiento no me causara mucha molestia. Sabía que si conseguía darle la vuelta a la tortilla, o sea, que el "bueno" fuera yo, tendria el asunto resuelto.
La puerta de la calle se abrió: - ¡Avemariapurísimaaaaaaaaa! ¿Por qué está todo cerrado con el calor que hace, boba de Coria? ¡Uf! aquí huele a cuerno quemado. - La Cotilla iba abriendo puertas y ventanas que respiraban aliviadas después de soportar la presión de un cierre hermético. - ¡Aleluya! - gritaron tírios y troyanos. - ¡Se hizo la luz! - soltó uno de los comensales de la Santa Cena. Todos se alegraron menos uno de ellos que, a punto estuvo de comerse una aceituna olvidada en la mesa de la Cena, sin que nadie lo viera "Adiós, almuerzo" pensó. Y se quedó con las ganas.
La Cristalera del balcón se abrió de par en par - ¡Por fin! - Y el aire caliente de la calle jugó a perseguir rayos de sol en las paredes de casa.
La curiosidad me pudo. Con Pascualita en el escote, me asomé a ver los restos calcinados de lo que, en su día, fue un árbol frondoso y ahora... ¡seguía siendo un árbol frondoso! ¡¿Pero, bueno... ?! ¡Esto ha sido un engañabobos! - Ay, nena. Que pardilla eres a veces ¿Crees que, con el calor que hace, la ciudad puede prescindir de un hermoso árbol frondoso? (me dijo mi primer abuelito con un punto de ironía en la voz) - ¡Me han tomado el pelo! (me quejé) - De la cocina salieron los OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO de Pepe el jibarizado partiéndose de risa el muy jodío.
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