Cuando salgo a la calle, lo hago de tapadillo y muy temprano, antes de que pongan las calles. No quiero que se rían de mi. Para volver a casa compré, en la tienda de los chinos del señor Li, unas caretas a cual más horrorosa para que nadie tenga ganas de meterse conmigo.
El primer día, al entrar en casa, no hubo personaje que no se asustara, Pascualita incluida. Me gustó la reacción y la siguiente careta fue más horrible todavía. Poco a poco le fui cogiendo el tranquillo a lo de asustar a la gente, visible o no.
Un día, ya lanzada, recuperé una foto tomada hace años a la sirena e hice fotocopias que me sirvieron para hacerme una careta y pasquines para poner en los comedores escolares. Así no habrá que nombrar al manido Hombre del saco para asustar a los críos para que coman. Y quien más se soliviantó viendo aquella horrible cara entre pez y persona, fue Pascualita.
Los pelo-algas, tiesos como una vara, desaparecieron bajo el agua de la pila de lavar del comedor, escondidos dentro del barco hundido. Las pequeñas bolas de polvo llamaban a sus madres, aterrorizadas. Pompilio prefirió dar un largo rodeo y entró en casa camuflado entre la melena de la fregona a la que guió, contra su voluntad, hasta la entrada de su guarida-museo del Único Calcetín.
Yo estaba feliz. Nadie me reconocía y yo asustaba hasta al Lucero del Alba... Poco a poco, el cansancio de los madrugones empezó a hacer su efecto y tuve que comprar Ceregumil en la farmacia. Entré con mi careta de la jeta de Pascualita y la farmacéutica me dijo: - ¿No te cansa hacer el indio todos los días, nena?
Entré tan preocupada en casa que, no vi a la sirena. En cuanto entré, me escupió repetidamente con espíritu revanchista... ¿Cómo se explica sino mi enorme oreja o el ojo saltón que disfruta corriendo tras las bolas de polvo como si fuera un viejo verde?
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