Aprovechando que la Cotilla ha emigrado a otras tierras después de su metedura de pata, he podido entrar en el cuarto, que fue de la abuela hasta que se casó con Andresito y registrar los cajones de la cómoda (cantarano) que fue de mi familia.
Encontré agujas de coser oxidadas, cintas regaladas a la abuela por sus admiradores, un cuadernito con recetas escritas a lápiz. Un boá. El animalito fue un zorro de verdad hacía mucho tiempo. Se cerraba al rededor del cuello sujetando la cola con la boca. Una monada.
Me lo quité y, rápidamente, la boquita se cerró en una oreja y quedó como un pendiente largo. ¿Cómo era posible...? Al ir a cogerlo saltó a la otra oreja, de ahí a la nariz. Luego al suelo y corrió como un zorro en una cacería. - ¡Quietoooo! - No me hizo caso. Media hora después le había dado veinte veces la vuelta a la casa.
Pero el zorro no se contentó solo en correr horizontalmente, también se subió por las paredes, corrió boca abajo por el techo. Una de las veces que entró en la cocina se hundió en el tazón del cola cao de Pascualita y las huellas de sus patas se marcaron por todo.
La sirena, al oír mis gritos de ¡Basta, basta! se asomó al borde de la pila de lavar y se unió al juego. Jugaron al escondite junto con todo cuanto personaje se encontraba en casa. De repente el boá, desapareció.
El resto del día lo pasé buscándolo... hasta que me di cuenta que boá y sirena se convirtieron en uno solo cuando la sirena se metió en el cuerpo, vacío, del zorro.
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