Comenzaron a ocurrir cosas. Por ejemplo, Pompilio dejó de correr como un gamo. Cuando llegaba a casa frenaba su carrera para salir del balcón, acercarse al rincón donde estaba Mamá-Huevo con sus pequeños huevitos que alborotaban y llenaban de alegría mi casa.
Una tarde Pompilio se me acercó. - ¿Hoy no vas a ver a los huevecitos? - Primero hablaré contigo... ¿Has pensado qué vas a hacer con ellos? - ¿Yoooo? ¿Qué quieres qué haga? - Pues si no te importa quiero quedarme con uno. - A mí que me registren, guapito de cara. - Pensaba PAGARTE...
Esta palabra hizo que todas las cabezas que, en ese momento estaban en casa, se levantaran. La que más, la del comensal de las treinta monedas, de la Santa Cena. - ¡Por fin podré gastarlas! (gritó entusiasmado)
Las orejas de todos estaba atentas cuando yo pregunté - ¿Para qué quieres el huevecito, Pompilio? - Para no cansarme cuando trabajo y vuelvo a casa cargado de calcetines. Es un cochecito. En ese momento caí en la cuenta de que había sido yo quien lo dijo primero pero no quedó grabado en mi cerebro... ¿Qué dijo Mamá Huevecito? - Sí, hija, sí. Llévatelos porque vendrán más.
Menudo jaleo se montó en casa ¡Hasta el árbol de la calle quería uno! Y de pronto, Pascualita hizo valer su condición de Vejestorio Universal saltando a mi escote, con la dentadura de tiburón amenazando con desmenbrarme en ná y menos.
Naturalmente, la sirena fue la primera en tener un Cochecito Huevo... faltaría más.
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