- ¡Avemariapurísimaaaaa! ¿hay novedades? (preguntó la Cotilla mientras entraba en casa) - Usted sabrá... - Es una pregunta retórica, boba de Coria.
Mientras se encerraba en su habitación, Pompilio pasó como una exhalación entre mis piernas. y, como el que no quiere la cosa, exclamé: - Esos kilos que has engordado no te favorecen. - Frenó en seco: - Los Pompilios tenemos el mismo peso desde que se inventaron los calcetines, nena. - Y reanudó su carrera.
Pascualita saltó a mi hombro cuando me acerqué al aparador. En el local de la Santa Cena, ni se veía ni se oía a nadie. Llamé a los comensales: - A ver cómo os sientan esos kilos de más... - Haz caso a tu abuela y no bebas chinchón tan temprano, jodía (me despidieron con cajas destempladas)
Mi primer abuelito, subido en el espejo del aparador, me transmitió una queja de la sirena: - Dice que quiere comer orca ¡Que está muy buena! - Pero si no queda... a no ser que el señor Li tenga algo guardado.
Los pelo-algas de Pascualita se erizaron. Había encontrado un motivo para luchar por su comida y se puso a afilar la dentadura de tiburón. Con un movimiento seco de mi hombro, la mandé al fondo de la pila de lavar del comedor: - Si crees que vas a venir conmigo a la tienda de los chinos del señor Li, lo llevas claro.
Me fui corriendo antes de que la medio sardina reaccionara a mi negativa.
El señor Li parecía esperarme a la puerta de su tienda de los chinos: - ¡A ti yo quelel vel, boba de Colia! ¿Tu tenel calne de olca? ¡Yo quelel! A gambas goldas gustal mucho calne de olca. Y a mi gustal las gambas goldas.
Al volver a casa salí al balcón. El árbol de la calle dormía una de sus siestas. Golpeé el tronco y al hacerlo, un enorme eructo subió hasta su boca de madera para expandir desde allí una peste a pescado podrido que obligó a las Autoridades a poner al barrio entero en cuarentena. Al tiempo que mi grito acusador rebotaba por las paredes: ¡¡¡¿TUUUUU?!!!
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