Una mañana casi me doy de bruces contra Pompilio al cruzarme con él a la salida del baño. - Huy, perdona. Casi te aplasto... (le dije) - Entonces, el gnomo de los calcetines se puso a llorar desconsoladamente y poniéndose de rodillas me pidió perdón. - ¡Buaaaaa! ¡soy un traidor y tu una santa! (Jopé, me dije, de qué va la película)
Entre lamentos, hipos, jipíos y moqueos varios, Pompilio declaró que Andresito venía a casa cuando yo no estaba, registrándola tratando de averiguar "algo" del misterio del "pececito" - ¡Perdóname por no habértelo dicho, nena¡ - ¿Qué ha descubierto? - A la sirena - ¡¿Qué?!¿Por qué no lo evitaste? - Soy muy pequeño y Pascualita tiene un genio que hay que temerle... - ¡No me calientes la boca que yo puedo ser peor!
Entonces sonó el ruido de la llave de la puerta de casa. Metí a Pompilio en el bolsillo del delantal y me escondí en la despensa mientras le hacía señas a Pepe el jibarizado para que no me descubriera. El berrido, acompañado de gritos, llantos, saltos y demás episodios dramáticos que siguen a la mordedura de la sirena, sonaron como clarines. Cogí la botella de chinchón de la nevera y dije, tajante: ¡No dejes ni una gota! - Dentro de poco no recordará nada. Ni siquiera qué hace una nariz elefantina pegada a su cara y arrastrando por el suelo.
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