El árbol de la calle aporreaba la cristalera del balcón y las persianas mallorquinas, con sus ramas desnudas de hojas. - ¡Déjame entrar, nena, que hace un frío que pela! - Estamos en diciembre y sigues con la costumbre de desnudarte en éstas fechas ¡Cambia el chip, hombre, que ya tienes una edad!
La escoba me susurró al oído: - Dile que es un guarro ¡Mira como tiene la calle llena de hojas secas! - Recuerda a ese espárrago que me encanta comerme a marisabidillas como ella. - Enfrascados en plena discusión, yo tomé las de Villadiego y entre en casa cerrando luego el balcón.
Estaba preocupada por Pascualita. No la había visto en toda la mañana. Llamé a mi primer abuelito para informarme pero no pudo decirme nada: - Estoy estresado, nena. Los grandes modistos preparan sudarios, a cual más espectacular, para lucir en Navidad y yo tengo que probármelos todos. ¡No doy abasto! Menos mal que me libro de los pinchazos de los alfileres. Si vieras cómo disfrutan los muy jodíos... son unos sádicos. pero mi cuerpo es puro polvo de estrellas y no se me clavan.
Mi primer abuelito desapareció pero me dejó una pista infalible: un reguerillo de gotas de chinchón que, saliendo del aparador, subían al cuadro de la Santa Cena donde había fiesta, pasaban luego frente al cerrado balcón, entraban al comedor y de allí a la salita donde una contenta sirena cantaba a coro, entre hipos, risas y sorbos al chinchón on the rocks (ya sin rocks) que anoche dejé en la mesita de centro: - ¡¡¡El vino que tiene ... ¡hip!... Asunción, ni es blanco, ni tinto ... ¡hip!... ni tiene coooooooooloooooooooor!!! ... ¡HIP!
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