La Cotilla no deja de entrar y salir de casa. - ¿A qué viene tanto ajetreo? (le pregunté) - ¡Estoy disfrutando como nunca! - ¡¿De subir y bajar la escalera a toda pastilla?! - No sabes el tiempo que hacía que no ocurría algo así y lo hago ahora que ya tengo ciento y pico castañas. ¿Y el pecho que tengo? Sin pasar por quirófano, nena. Se ha desarrollado tarde pero ha valido la pena. No sabes la sensación de poderío que siento cuando oigo los piropos que me echan los albañiles de la finca de la esquina. ¡Si supiera a quién poner un altar, se lo pondría!
Menos mal que no lo sabe porque sería el fin de Pascualita. La Cotilla lo publicaría urbi et orbe. Ya me imagino colas de reporteros bajo el árbol de la calle, móviles en ristre para inmortalizar a la sirena que ha sobrevivido a los milenios con sus respectivos cambios climáticos.
Se lo estuve contando a la abuela a través del teléfono y por su voz comprendí que se la comía la envidia. - "¿No estás exagerando en cuanto a la hermosura de sus pechos?" - Que sí, que sí. Mira las veces que nos ha mordido a todas y nunca nos han quedado tan espectaculares.
Sin apenas darse cuenta, la obra de arte se fue desinflando. Entonces la Cotilla montó un altar en la salita dedicándolo a todo cuanto santo o santa se le ocurría. La habitación se llenó de estampas, imágenes, etc... Toda una imaginería variopinta de dioses desconocidos que no lograban parar el desastre que se avecinaba. Hasta que, un día colocó la estampa de la fuente de Neptuno de Madrid vestido con la camiseta del Atletic y la pérdida de turgencia se paró.
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