Me asomé al cuadro de la Santa Cena porque no se escuchaba ruido alguno. Lo que vi fue desolador: migas de pan ácimo, antiquísimas, por el suelo. La mesa vacía y un rayo de sol entrando por un ventanuco. Nada más.
Pregunté:- ¿Estáis ahí? ... ¡Yujuuuuuu! ... - Así me pasé un buen rato hasta que Pepe le jibarizado se hartó de oírme y soltó: - OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO - ¿Qué sería de nosotros sin su sabiduría? (me salió del alma) - No tendríamos que aguantar sus peroratas (contestó el árbol de la calle, que le tiene envidia cochina al pobre llavero)
Eso le bajó un poco los humos, que tenía muy subidos desde que se dio cuenta de que era un excelente saetero y se tiró horas y horas cantando saetas como un descosido: - ¡Soy el no va más! ( se jactaba el platanero) ¡Que bonito soy, madreeee! - Y así hasta quedarse afónico. Cosa que tardó mucho en acontecer porque no se tomó Zamora en una hora ¡Que va!
De repente aparecieron los comensales de la Santa Cena en el marco del cuadro, hartos de escuchar todo lo que salía por la bocaza de madera del árbol de la calle. Pascualita dio un respingo y se cayó de mi escote al suelo dándose un buen coscorrón. A pesar de ello, fue la primera en preguntar: - ¿Habéis comido?
Todos los personajes de casa dejaron sus quehaceres para escuchas la respuesta que fue, bastante vaga: - No sabríamos decirlo aunque... me encuentro lleno. El resto de comensales fueron de la misma opinión. - De nuevo Pascualita preguntó: - ¿Qué os dice vuestro paladar, ein? - De momento, nada porque son muy tímidos. Hay que darles un tiempo...
Y así quedamos. Aunque aplaudimos a la sirena por lo bien que estuvieron sus preguntas.
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