- Huele a azufre. (dijo el árbol de la calle) - Porque tu lo dices... - Lo digo y lo huelo, querida. Es como si hubiesen abierto las puertas del Infierno - ¡Exagerado! - ¿No lo hueles? - No.
Ese día supe que había perdido el olfato. Tengo nariz pero solo me sirve para echar mocos y llevar gafas. - ¿Desde cuando no hueles? - Pues... no lo sé. - ¡Ay, nena, que desgracia!
Al grito del árbol de la calle mi primer abuelito apareció ipso facto. - ¿Pero cómo puedes haberlo perdido? Menudo despiste. Piensa dónde pudiste dejarlo. - ¿Ahora? No tengo el cuerpo para eso (era verdad, así que desvié la atención de mi primer abuelito hablándole de su nuevo sudario). - ¡Que bonito es! - Son almendros perdiendo su flor a causa de las Danas que se han puesto tan de moda de un tiempo a ésta parte. - ¡Está nevando en casa!
Mi primer abuelito se exhibió delante de todos los personajes de casa, volando a ras del techo y dejando caer miles de pétalos blancos emulando una copiosa nevada. Ante tamaño espectáculo todos nos unimos al ¡OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO! de Pepe el jibarizado.
Y a todo ésto me pregunté ¿dónde está Pascualita? La encontré en la salita, pegada al mueble bar, como un centinela. Sonreí beatíficamente - Muy bien, media sardina, vigila que no se lo beba la Cotilla. - Entonces, como un flach, surgió en mi mente la palabra: TRAPICHEO junto a esta otra: OLFATO... ¿Será posible?
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