La Cotilla juró y perjuró que ella no había visto nunca, ni siquiera en pintura, mi olfato. - ¿Qué se supone que es eso? ¿Algo comestible? ¿Un daguerrotipo hallado en el rastro del Baratillo? ¿Un elefante fonambulista de tres patas?
Desde lo alto de la lámpara del comedor, mi primer abuelito a duras penas controlaba su ira contra la Cotilla. - Se está riendo de ti, nena y no puedo soportarlo así que me voy porque sino, me arriesgo a darle una patada que la vuelva del revés y entonces perdería mi estatus de alma buena y acabaría en una olla de Pedro Botero.
Viendo que me quedaba más sola que la una metí a Pascualita en mi escote dispuesta a usarla como arma de destrucción masiva ante un ataque furibundo de la Cotilla. Pero no llegó la sangre al rio y me senté a comer natillas.
Poco después la sirena saltó desde su atalaya y reptando, llegó al mueble bar del que creo que está enamorada. - Mira que eres rara, medio sardina. Ya podrías haberlo pensado mejor cuando te comístes los últimos sirenos. Ahora tendrías con quien jugar a cosas eróticas más agradables que morder madera. Anda, entra. - Abrí el mueble bar y escuché: - ¡Oh, no! ya me encontró la interfecta.
No era chinchón lo que vigilaba la sirena sino ¡mi olfato! - ¡¿Qué haces aquí?! - Hago uso de mi Libertad... ¡Y se quedó tan pancho el jodío!
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