lunes, 26 de marzo de 2018

De procesiones.

El señor Li ha vuelto. Quiere comprarme lo que quiera que sea eso que vio en casa saltando como una pelota supersónica. Le he dicho que le sienta mal el licor de arroz de su tienda y se ha puesto como un basilisco.

- No tengo nada que venderle ¿Cómo quiere que se lo diga? ¿En chino mandarín? - De repente la cara se le iluminó. - ¿Dónde estal gambas goldas que tu complal a mi? - En el acuario... - No estal todas. - Se han muerto algunas, si. - ¿Pol qué? - No sé. No soy veterinario. - ¿Tú comel? - ¡¡¡¿Esoooooo?!!! ¡Puag! ¡No! - Yo milal en acualio. - ¡Quieto parao! No puede pasar porque he fregado el suelo y todavía está mojado.

- ¡Tu decil mentilas! - ¡Váyase a paseo! - Este hombre me pone de los nervios. Menos mal que llamó la abuela. - "Nena ¿te vienes de procesiones ésta tarde?" - ¿No hay un opción mejor? - "No. Es Semana Santa  y punto" - No hay quién te entienda. Tan atea y no te pierdes una procesión. - "Que tendrá que ver la gimnasia con la magnesia. Pónte el vestido negro, la mantilla y la peineta que paso a buscarte en media hora"

Como buen inglés, Geoooorge llegó puntual y como buen inglés amante de las tradiciones, aparcó de lado, en la parada del bus. Cosa que fue amenizada por la banda de pitos de los coches atrapados.

Y como buena española, le hice esperar un buen rato porque no había acabado de acicalarme. Mientras, la abuela le ponía a Pascualita un vestido negro que le quedaba fatal a la pobre gracias a su color natural, ahogado-mediterráneo. - "No sé dónde clavarle la peineta a la sirena" - Mejor no le claves nada que, como se enfade, nos pondrá como a un Cristo.

Volvimos tarde a casa. Y reventadas. Con los zapatos en la mano y las medias con carreras. Y el termo de los chinos, vacío. Pascualita había desaparecido. La última vez que la vi estaba asomada a su termo, con los ojos brillantes de emoción. La música la atraía pero los grandes confites que daban los nazarenos la llevaban por la calle de la Amargura.

Los penitentes pasaban junto a nosotras y regalaban confites a nuestro alrededor y no nos llegaba ninguno. Harta de esperar el regalito, la sirena empezó a lanzar dentelladas a diestro y siniestro y puso en ello tanta pasión que acabó rodando por el suelo hasta caerse de la acera y quedar debajo del hábito del nazareno más cercano. Me lancé a por ella pero una fila de sillas me impidió el paso y tuve que dar un pequeño rodeo. Mientras, la procesión seguía, lentamente, su camino.

Durante un buen rato me dediqué a levantarle las faldas a todos los que estaban cerca hasta que Bedulio, muy elegante en su uniforme de gala, me lo prohibió. - ¡¿No te de vergüenza?! - Estoy buscando una cosa... - Te pondré una multa como sigas así. - No me quedó más remedio que aguantarme a pesar de saber que no vería más a Pascualita.

Con el alma en vilo emprendimos el viaje de vuelta con más pena que gloria. Me dejé caer en el sillón de la salita y lancé los zapatos al aire. Cogí el chinchón para ahogar mis penas y entonces ocurrió una especie de milagro. Pascualita apareció al olor del licor. Se había enganchado con los dientes a los bajos de mi vestido sin que, debido a mi aturdimiento (la abuela dice a mi tontería supina) me enterara. Y, por supuesto, ¡brindamos!

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