Aunque nadie los veía no fui sola a la manifestación. eramos ciento y la madre porque las bolas de polvo se multiplicaban a cada momento. La única que podía ser vista era Pascualita pero iba en el termo de los chinos y allí es difícil verla.
Con mi primer abuelito a dos palmos sobre mi cabeza me sentía protegida por si, en un momento dado, hubiese jaleo. Los comensales de la Santa Cena andaban detrás de mi, boquiabiertos y ojipláticos, asombrados por todo lo que iban viendo. Sus ¡OES! admirativos se juntaban con los de Pepe el jibarizado que no había querido perderse el espectaculo.
Los trenes, el metro y los autocares abrieron sus puertas para dejar salir a los mallorquines, llegados de pueblos y barriadas, para hacer valer sus protestas. Cuando la cabecera de la manifestación empezó a caminar pregunté a mi primer abuelito: - ¿Somos muchos? - ¡Ciento y la madre, nena! (contestó y se le veía entusiasmado)
Cantamos, aplaudimos, gritamos, nos mirábamos sonrientes mientras caminábamos todos codo con codo.
De repente fui zarandeada con furia: - ¡Nos moriremos de hambre, esquirola! - ¡La Cotilla me había encontrado! - ¡Déjeme, pesada! - Un niño que iba en brazos de su madre, se empeño en beber agua del termo de los chinos. - No, que es mala... (dije) - La Cotilla dio un tirón al termo. Abrió el tapón - ¡No está mala! Mira. - y bebió un buen trago... de agua de mar.
- ¡Puag! ¡Que asco! Pero... ¡¡¡AAAAAYYYYY!!!
A causa del tirón Pascualita salió despedida del termo y cayó sobre la cabeza de la Cotilla dejándola monda y lironda en un abrir y cerrar de ojos. Luego aterrizó en mi escote. Todo fue tan rápido y la gente estaba a lo que estaba, que nadie se enteró de lo sucedido.
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