sábado, 19 de febrero de 2022

Le faltó el canto de un duro.

Dormí en la Torre del Paseo Marítimo y mi primer abuelito no quiso quedarse atrás. Se pasó el tiempo mirando y criticando: Que para qué quería mi abuela una casa tan grande. Que vaya ganas de estar todo el día andando arriba y abajo. Que me gusta más mi casa, nena. - ¿La del Más allá? (pregunté) - No, donde vives tu. Allí están mis recuerdos... Ay, cómo nos queríamos tu abuela y yo. - ¿Has probado el chinchón de buena mañana? - ¡No seas impertinente, nena!

Por la mañana volvi a casa. Al verme, el árbol de la calle movió sus ramas como maracas. Resulta que usaba el método Morse para decirme, desde la distancia, que Pascualita estaba dando las últimas boquedas de su larguísima vida.

Entré como una tromba en casa, cogí a la medio sardina, llené un cacharro de taperwer con agua de mar de una de las garrafas de la despensa y la sumergí en ella. Poco a poco empezó a dar leves señales de vida y llamé a la abuela. - Tu asma está a salvo.

Recogí los trozos del acuario, los restos de algas, el barco hundido, la arena ya seca. De repente, una bola de polvo pasó a toda velocidad entre mis piernas pero no pudo escapar a la escoba y mientras se fundía en el aire, un papelito minúsculo, aterrizó junto a mi zapatilla. Lanzó un destello dorado. Era una parte infinitesimal de la corona del Rey del Mar.

La sirena abrió sus abultados ojos de pez y, para animarla, le di el papelito: - Toma. Tu novio.

Alargó una manita, blancuzca y palmeada, cogió el papel ¡y se lo comió! 

- Pero... ¡¿qué haces?! - Por toda respuesta hizo la señal de OK y se echó a dormir.

 

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