viernes, 4 de febrero de 2022

Vamos a ver el mar...

¡Menuda bronca le eché a la abuela!... por teléfono. - No puedes ir dando voces hablando de la Sirena. Te puede escuchar alguien que luego se presente en casa para que se la enseñe ¡No puede perder su anonimato! - "Lo sé... pero no he podido aguantarme después de tanto tiempo sin verla" 

La curiosidad vino de quien menos me esperaba: ¡El árbol de la calle! - Pero si estás cansado de verla ¿a qué viene este interés por ella? - No sabía que era única... Los árboles permanecemos toda la vida en el mismo sitio y hay cosas que no sabemos. Por ejemplo, nunca he visto el mar... bueno, si, en tu tele pero creo que, al natural, es más grande.

Aquello me dio que pensar. En Mallorca, antiguamente, la gran mayoría de las personas del interior de la isla, tampoco lo vieron jamás. Algo había que hacer por el pobre árbol pero...¿qué? 

A buenas horas se me ocurrió hacerme esta pregunta. Llevo día y medio pensado en una solución que no llega... y a éste paso, no llegará. Es que tendría que tener más neuronas y, sobre todo, más espabiladas que la que tengo.

Las velas de la lámpara del comedor se apagaron de golpe. Mi primer abuelito, encantado de haberse conocido... con un sudario del color de las pirámides de Egipto del que, incluso, caía arena que iba formando montoncitos en el suelo del comedor, las sopló.

- Tengo la solución a tu pregunta (dijo) - ¿Lo llevarás en brazos hasta la playa? - Soy una simple y etérea alma, no una grúa. - Bueno ¿y qué hacemos entonces? - Por toda respuesta sopló a una de las hojitas apunto de soltarse de la rama y empezó así una curiosa romería a la que me sumé con dos garrafas vacías para llenarlas de agua de mar y así aprovechar el viaje. Pascualita iba en mi escote.

Subí al autobús y una niñata gritó a los cuatro vientos. - ¡Tía, llevas un bicho en las tetas! - Y Pascualita recibió un manotazo de la interfecta que, apunto estuvo de tirarla al suelo. 

El griterió que formó cuando la sirena, que había saltado a su cabeza, la dejaba monda y lironda, obligó al chófer a frenar y abrir las puertas por las que el pasaje salió despavorido. El autobusero se acercó temeroso al ver la pelambrera esparcida por todo. Después, fijándose en mi escote suspiró: - Aaayyy ¡quién fuera bicho! - Y me alegró el día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario