Las bolas de polvo corrían como locas tras de mi cuando entré en casa llevando en una bolsa medio kilo de buñuelos. - ¡Son para mi. Y pobre de quién les meta mano! (les grité)
Estaba enfadada con el mundo y el mundo conmigo. - ¿Qué culpa tenemos nosotros de que no oyeras la serenata? (dijo el árbol de la calle) - ¡Haberme despertado, coooooñe! - No podíamos saber que dormirías como un ceporro incluso sin ciclistas en la tele. (Protestaron los comensales del cuadro de la Santa Cena)
Para no escuchar más quejas me planté junto a la pila de lavar del comedor y lancé un grito, igualito, igualito al de Tarzán de los Monos y, al momento, la jodía de Pascualita, me escupió un buchito de agua envenenada a los ojos. - ¡¡¡LA MADRE QUE TE PARIÓ, MEDIA SARDINA!!!
Ahora tengo tengo unos ojazos que para sí quisiera un espía: redondos, saltones, tanto que a veces rebotan contra el suelo y tengo que ir con cuidado de no pisarlos.
La risa de mi primer abuelito bailó una alegre jota por las paredes de casa. - ¡Que graciosa estás, nena! - ¡Estoy horrible! - Pues yo te veo preparadísima para la noche de Todos los Santos. Darás el cante en la calle. - No pienso salir porque los vecin@s se ríen de mi. -¡Naturaca! (exclamó la Cristalera) ¡Con lo buenos que estaban los bomberos y tu sin enterarte! jajajajajajajaja
Me encerré en la salita y no dejé ni las migas de los buñuelos. Los rematé con unas copitas de chinchón mientras la Cotilla aporreaba la puerta - ¡Déjame algún buñuelo, egoístaaaaaaa! - ¡JA!
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