martes, 23 de febrero de 2021

La gaviota.

 Sentada en el balcón, al solecito del mediodía saboreando un trozo de pan con sobrasada, viendo pasar las nubes, perezosas después del ventarrón de los últimos días, no sabía que estaba siendo vigilada desde el aire hasta que, en un vuelo rasante, llegó la gaviota y me quitó el bocado de la boca.

¡Que susto me llevé! Podría haberme arrancado la nariz, o un ojo. Tal vez la lengua... ¡Ya no se puede estar tranquila ni en el balcón de casa!

Pascualita lo había visto todo desde la atalaya del acuario y como es tan peleona como aquellas vecinas que acababan el día tirándose de los pelos entre ellas, saltó a la silla más cercana y de allí al suelo. Cuando se acercó a la vidriera ésta se cerró con una sonrisa dirigida a mi. Sabe que no quiero que la sirena salga sola al balcón. Tuve que pedirle que abriera porque, estando yo allí, la medio sardina no corría ningún peligro.

Fue una suerte que la vidriera me hiciera caso porque el bicho ya sacaba los dientes de tiburón para abrirse paso a mordiscos.

La coloqué en mi escote y la sombra de la gaviota no tardó en taparme el sol. - ¡Eh, fuera de aquí, jodía! - Pero el ave insistía, cada vez más provocadora hasta que se lanzó en picado hacia mi pecho, al que tengo muy celoso porque es todo lo que tengo. Por eso, para defenderme, le lancé a Pascualita como si fuese una piedra ¡y la cogió al vuelo! 

- ¡Que he hechooooo! ¡Muerde, Pascualita, muerdeeeee! - 

Se paró el tráfico. Se pararon los peatones. Se paró Bedulio que estaba haciendo la ronda. Quién no se paró fue el pajarraco que batió las alas dos, tres, cuatro veces más para caer, luego, a tierra entre estertores. 

Bajé las escaleras de cuatro en cuatro y arranqué a la sirena de la pata de la gaviota, que ya se estaba convirtiendo en muslo de pavo gordísimo gracias a los mordiscos envenenados de la sirena. Pero era digna de ver la lengua del ave, tan enorme que no podía cerrar la boca y se ahogaba sin remedio. 

Le di la botella de chinchón a Bedulio: - ¡Que beba ésto! - Y salí al galope hacia casa. Todo ocurrió en un visto y no visto.

Desde el balcón observé como la gente se hacía cruces por dos cosas: el gigantismo de la lengua y el muslo de la gaviota y por el método empleado por el Municipal para calmar al bicho: - ¡Pues no le está dando chinchón a la gaviota el muy animal!

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