martes, 7 de agosto de 2018

Invito a la Cotilla.

La abuela y la Cotilla están a partir un piñón y a mi me miran como si hubiese matado a Kenedy. Esto no puede ser bueno para mi.

Llamé al abuelito. - ¿Sabes qué se traen entre manos éstas dos? - Ha sido una gran alegría para tu abuela saber que su amiga vive... pero no les gustó nada tu falta de sensibilidad. No te van a perdonar nunca. - ¿Han dicho eso? - Sí. Dijeron NUUUUUUNCA con acento venezolano y tono dramático. - ¡Dios mío! - ¡También dijeron que, ni Dios, podrá perdonarte. - ¡Jopé! La cosa es seria... - Yo, de ti, emigraría a la Conchinchina. - No puedo. Tengo que estar aquí el día que herede la Torre del Paseo Marítimo. - ¡Lagarto, lagarto! Para eso falta mucho y no creo que la disfrutes tu. - ¿Quién si no? - La pobre muerta  resucitada... - ¡Oh, noooooo!

Estuve pensando qué hacer para congraciarme con ellas. Invitar a la Cotilla a comer me pareció una buena idea que compartí con Pepe y Pascualita. La cabeza jivarizada estuvo de acuerdo ¿acaso no dicen que quién calla, otorga? pues estuvo callado todo el tiempo de mi explicación. Y la sirena, atenta a la evoluciones de una mosca, no dijo ni que sí, ni que no, de modo que, en cuanto la vi que iba a entrar en la finca, la llamé.

- ¡Cotilla, venga a comer a casa! - Corrí a abrirle la puerta pero... fue contraproducente. - ¿Significa ésto que quiéres que te devuelva la llave? - ¡Noooooooo, que vaaaaaaaaaaa! Es una cortesía.

Con la espalda más recta que una vela y la nariz mirando al techo, entró y se sentó en el comedor a esperar a ser servida mientras no le quitaba ojo al acuario. - ¡Trae una lata de sardinas! (gritó) - Se la di, la abrió y la vació en el agua con el aceite y todo. - ¡Estoy harta de ver éste cacharro desaprovechado! Ahora, por lo menos, tiene peces.

Tuve que morderme la lengua, sujetar el brazo y la pierna que luchaban por liarse a patadas y guantazos contra la vecina. - ¡Matará las plantas! - ¡Pón macetas en el balcón como todo el mundo, coñeeeeee! ¡Y vamos a comer ya que me muero de hambre! ¿Qué hay? - Fabada.

Tenía una lata a punto de caducar y nos la comimos. ¡Cómo sudamos! Eramos surtidores humanos salpicando suelo y paredes. Para remate, Pascualita, subida al borde del acuario y pringada de aceite de arriba abajo, no paraba de tirarme chorritos de agua envenenada que yo esquivaba como podía. - ¡Estate quieta ya, que pareces un culo de mal asiento! (me gritó la Cotilla) ¿No tendrás más fabada, verdad? - Me queda otra lata... ¿Quiére más? - ¡Claro!

Mientras abría el bote, la Cotilla chilló como si la estuviesen despellejando. ¡Pascualita había hecho diana!  Ahora solo había que saber ¿dónde?

Corrí tras la vecina para pararla y al girarse vi unos labios descomunales que le abarcaban casi toda la cara y seguían creciendo. La Cotilla intentaba hablar, gritar... pero tanta carne creciente no la dejaba. Ni siquiera podía beber chinchón. Después de muchos intentos conseguí meter una pajita en la boca, quedaron unos cinco centímetros fuera. Y no podía saber si el licor entraría en su garganta o se quedaría perdido entre tanto volúmen. Después de vaciar una botella entera, se durmió. La acosté en el sofá y tuve que ponerle dos cojines: uno para la cabeza y otro para la boca...





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