miércoles, 29 de agosto de 2018

Me tiembla el cuerpo del susto.

Mis escasos libros tiene tanto polvo y mugre que es difícil leer sus títulos. Después de pensármelo mucho, pero mucho, mucho, he tenido que decidir entre, tirarlos a la basura o limpiarlos, decisión que también me ha llevado un rato largo. Finalmente los he indultado y ya me estoy arrepintiendo. ¡Es que son treinta y dos!

Pascualita ha estado atenta un ratito hasta que se ha aburrido; ha saltado a la mesa de la cocina y a descuajaringado dos. Sé que tendría que haberla regañado pero no sería justa con ella porque me ha quitado trabajo.

Saqué el último libro que quedaba en la estantería. Y como por arte de biribirloque, Pascualita dejó de comer papel pringoso y quedó paralizada, como esos perros cazadores cuando descubren una presa.

Miré en la dirección que señalaba. Era una pared. Tan solo había una silla apoyada en ella en la que no se sentaba nadie. Pero Pascualita siguió en su posición de alerta. - ¿Qué pasa? ... ¡Muévete, coñe, que me estás poniendo nerviosa!... ¿Estás viendo el ánima de mi primer abuelito?... - Noté que un sudor frío me recorría la espina dorsal - ¡Pascualita, deja de hacer el indio!

Acabé dejándola por imposible y me serví un chinchón on the rocks para ver si se me iba el mal cuerpo que se me había puesto. Forzando un poco la vista vi que el último libro trataba sobre el Antiguo Egipto. - Será de la abuela. Le encanta todo lo que tenga que ver con su época de juventud jajajajajajaja ¡Menos mal que no me oye!

- ¡Avemariapurísimaaaaaaaaaaaaa! - A la velocidad del rayo cogí a la sirena que seguía tiesa como la mojama. - Ni que la hubiesen almidonado (pensé mientras la lanzaba al acuario, al que llegó límpiamente) - No me digas que estás bebiendo sola ¡Eso no puede ser! Las cosas buenas se reparten entre las amigas. - Volví a mirar el acuario y se me heló la sangre en las venas al ver la cara gris-violacea-amarillenta de Pascualita, mirando a través del cristal hacia el sitio de antes.

- ¡Cotilla, vámonos! - Después del chinchón. - ¡¡¡Ahora!!! - ¡Egoísta! - La empujé hacia la puerta de la calle a pesar de sus protestas. - ¡¡¡Quiero chinchón!!!

Al cerrar la puerta di un último vistazo y allí estaba ¡la bisabuelastra, La Momia, sentada en aquella silla solitaria, con el cuerpo envuelto en vendas de lino, dejando al aire su cara arrugada y su mirada curiosa. Ni que decir tiene que salí a toda pastilla, arrastrando a la Cotilla que no paraba de quejarse.

Me pasé el día en la calle. Al atardecer me llamó la abuela. - "Nena ¿no habrás visto a la Momia? No sabemos dónde está." - Yo sí. En mi ... casa.

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