miércoles, 2 de octubre de 2019

Despejando la casa.

La Cotilla llegó a casa con un batallón de jubilados para cargar un porrón de latas de sardinas. Y mientras iban llenando los carritos de la compra. me dijo: - He oído que tu abuela ha traído todas estas latas para homenajear a... ¿Pascual? ¡dime que no es verdad! 

- ¿Quién se lo ha dicho? - Se dice el pecado pero no el pecador, boba de Coria. ¡Confiesa! - No sé nada. ¿Se van a llevar las latas o llamo a otros jubilados?

Mientras el ascensor subía y bajaba trasegando sardinas en aceite, los vecinos protestaban por el acaparamiento del mismo.

Por fin acabó todo y pude sentarme un ratito delante de la tele para dar una cabezadita... o dos.

Sonó el timbre de la puerta. En el rellano esperaban seis o siete municipales, con Bedulio a la cabeza, con mochilas. - Buenas... venimos a despejar un poco la casa. - Los mandé al balcón: - Todas las que están en el árbol os las podéis llevar. - Esas se las dejaremos a los bomberos. - Al entrar en el comedor Bedulio gritó: ¡Me pido las que están en remojo en ese bidón! - ¡Nooooo! (grité) Pero no llegué a tiempo.

Para no mojarse el uniforme, se quitó la parte de arriba y empezó a sacar latas y más latas. Vi a Pascualita agazapada entre las algas. La pobre casi muere de éxito cuando la abuela la dejó sin espacio para moverse libremente en su casa acuática. Y ahora se mantenía espectante.

Al coger la última lata, que taponaba la entrada al barco hundido, Pascualita reaccionó como lo que es: una fiera corrupia antidiluviana que, enfurecida por lo que le habían hecho, mordió la única mano que tenía a su alcance: la de Bedulio.

Aquello se transformó en un girigay: lo municipales sacaron las porras dispuestos a defender a su compañero de lo que fuera que le causaba tanto dolor, tanto grito, tanto moqueo, tantas lágrimas, carreras, saltos mortales y, sobre todo, una mano tan hinchada que amenzaba con salir volando como un globo aerostático.

Yo corría tras él. Tenía que coger a la sirena antes de que nadie la viera. Lo conseguí después de dar dos vueltas a la mesa del comedor. Agarré a Pascualita y de un tirón seco, la arranqué, a ella y al trocito de Bedulio al que estaba agarrada con su dentadura de tiburón.

La sirena desapareció en mi bolsillo. Bedulio bramaba como un toro de lidia machacado y los compañeros sacaron los móviles para grabar la escena, y sobre todo la monstruosa mano, porque, de otra manera, nadie les creería cuando lo contaran.

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