martes, 10 de noviembre de 2020

La dignidad.

 Se me ha ocurrido una idea genial y se la he contado a Pascualita y a Pepe porque, las cosas que se explican y razonan, quedan más redondas. Además, para ésta idea necesito la colaboración de mi primer abuelito y como siempre anda por las alturas y está resultando ser más cotillo que la Cotilla, se enterará enseguida de cuál será su cometido.

Subidos en el frutero de la cocina, sin cola cao a la vista para no despistarse cuando les hable, tengo a la media sardina y al llavero. Y a mi primer abuelito sobre la nevera. Lo he visto de reojo.

- Querido Pepe, creo que ha llegado el momento de que desveles tu vida anterior a quedarte sin cabeza sobre los hombros, para que te conozcamos de verdad. 

El ojo-catalejo fue recorriendo la cocina hasta detenerse delante de mi y me enfocó. La boca, ahora descosida, fue formando una O y de ese agujero vacío, salió su famoso OOOOOOOOOOOO.

- ¡Vale, vale! Vamos a necesitar la participación de mi primer abuelito porque, al ser fantasma, lo ve todo, lo entiende todo e, incluso, puede entenderse con tu cerebro... bueno, espera. Creo que me he pasado de la raya porque, a saber el tiempo que hace que se lo comieron tus vecinos de la jungla. Bueno, en todo caso, se entenderá contigo ¡No me cabe la menor duda porque es el mejor fantasma que han conocido los milenios! (he pensado que un poco de coba no le sienta mal a nadie)

Como por arte de mágia, apareció sobre la mesa de la cocina con una sonrisa de oreja a oreja, - ¡Sabía que no me fallarías, abuelito! (y le tiré un beso) Ya sabes tu cometido: descubrir quién fue Pepe antes de ser jibarizado. Y por qué lo fue. ¿Podrás hacerl...? - En un santiamén desapareció, poniéndose manos a la obra.

Entonces ocurrió lo más inesperado. Lo impensable. Algo que me sacó los colores. 

El ojo-catapulta, fijo en mi, se arrugó un poco hasta parecer que fruncía el ceño. El OOOOOOOOOO sonó más potente que nunca. - ¿Qué pasa, Pepe? - También Pascualita reaccionó, impulsándose con su potente cola de sardina. Salió por la ventana y desapareció en la copa del árbol de la calle no sin antes enseñarme, amenazadora, sus dientecitos de tiburón. 

Y entonces me di cuenta de que no le había pedido permiso a Pepe para urgar en su vida. Sentí que la cara me ardía de vergüenza porque, por mucho que se lo merendaran enterito, algo de dignidad quedó prendida en su ¿pelo?... ¿una mejilla?... ¿los hilos que cosían su boca?... y yo lo había ofendido.
















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