jueves, 12 de noviembre de 2020

¿Qué es una siesta sin ciclistas?... un horror.

 Mi primer abuelito se ha puesto en plan divo. Está ofendidísimo desde que le prohibí que contara sus descubrimientos a cerca de Pepe el jibarizado y ahora, que le he dicho que ya puede hablar, se ha evaporado en el aire dejando un olorcillo a cuerno quemado.

Como ya me estoy cansando de ésta tropa, voy a dedicarme a mi... y a Pasculita. Me gustaría haber empezado la mañana con un baño de sales marinas y espuma hasta el techo del cuarto de baño pero me ha tocado ¡limpiar el cola cao que ha tirado, como de costumbre, la media sardina!

Esto me ha puesto de mal humor. Pero no todo ha sido malo. He conseguido callar a Pepe el jibarizado. Lleva dos días de protesta y tengo grabado en el cerebro su puñetero OOOOOOOOO. 

He pensado que lo mejor era meterlo en el acuario. Ahogarse, no se va a ahogar porque, con morirse una vez, ya vale. Y Pascualita no se lo va a comer porque es algo así como un amigo... Y lo más importante, por más que grite el llavero bajo el agua, desde fuera no lo oiré. 

Sin pensarlo más, cogí a Pepe por las llaves, hice un molinete con el brazo y lancé al jibarizado al acuario, solo que no calculé bien y se estrelló contra la mesa de la Santa Cena y de allí, ahora sí, rebotó y se sumergió en el acuario hasta perderse entre las algas del fondo arenoso.

Pascualita no perdió detalle y cuando saltó hacia el agua la alcancé al vuelo y sin darle tiempo a reaccionar, subí a la rama del árbol de la calle más cercana al balcón, en el momento en que una hojita vino hacia mi, se subí en ella y tuve el flasch de ver como el rolls royce de los abuelitos aparcaba en su lugar favorito: la parada del bus.

Al abrir los ojos me estaban coronando en el fondo del mar. En una sima enorme donde no llegaba más luz que la que algunos de los peces producen. Pascualita nadaba feliz alrededor de mi trono de madreperla.

Un hermoso tritón apareció ante mi portando un tridente enorme. Lo reconocí enseguida por la fuente que hay en Madrid: era Neptuno. Entonces me pregunté qué hacía yo allí, respirando tan pancha a tropecientos metros bajo el mar. 

En cuanto escuché el chirrido que formaba el roce de muchos dientes contra otros, afilándose, me sentí  besugo a la sal solo que sin hornear. Pascualita había invitado a su parentela ¡a comerme! Cerré los ojos y al abrirlos, estaba en la salita de casa saliendo de una extraña siesta... ¡Ciclistas! ¿Dónde estáis, jodíos?

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