viernes, 27 de diciembre de 2019

De cena.

Estoy derrengada y con un resacón de campeonato. Necesitaré una semana, por los menos, para volver a ser yo...  Y todo por culpa de la sirena que me ha tenido todos estos días en vilo, pendiente de ella ¡como si no hubiera más seres raros en el mundo!

El día de Navidad comimos en casa del señor Li y la abuela se empeñó en que nos acompañara Pascualita ¡en casa del hombre al que le gustan, más que nada, las gambas gordas! Se lo dije por activa y por pasiva pero la abuela estaba convencida de que no iba a pasar nada. - "Llevaré varias botellas de chinchón para que el señor Li pille una buena cogorza y no se enterará de que Pascualita estará allí"

Y como es más cabezona que una baturra, prendió el broche en el vestido minifaldero, lleno de colorines y escamas brillantes, además de las plumas que no pueden faltar en su vestuario. La verdad es que Pascualita estaba bien camuflada pero yo, a pesar de todo, no las tenía todas conmigo.

Al llegar a la casa de los Li, la mesa estaba exquisitamente puesta. Todo estaba impecable. En el picoteo empezamos a beber y la abuela no dejó a su amiga en el dique seco. Yo le daba patadas por debajo de la mesa hasta que me equivoqué de pierna y se la arreé al chino que, abriendo los ojos, me miró sonriendo y dijo: - ¿Tu que.lel ligal conmigo?

Si los ojos del señor Li estaban, pícaramente abiertos, los de su esposa se convirtieron en una simple rendija por la que se escapaba una furia infernal que me puso los pelos de punta. Menos mal que, en ese momento, trajeron la comida, una gran sopera humeante con sopa de pescado. Y ocurrió lo que menos me esperaba. Pascualita, llevada por el aroma, salió como una bala del broche, haciendo un triple salto mortal y cayendo dentro de la sopera salpicándonos a todos.

- ¡¡¡AAAAAAAAAAAH!!! (gritamos) y me lancé a pescarla para que se achicharrara lo menos posible. Debo decir que, gracias a la abuela, la pobre sirena estaba como una cuba.

Conseguí atraparla y meterla en mi escote... del que también saltó para aterrizar sobre unos calamares. Volvió a mi escote que ya mostraba síntomas de grasa. Y saltó una y otra vez: ahora en una copita de sake, en unos fideos, en pollo con salsa. Mi escote ya daba asco cuando, sin pensárselo dos veces, el señor Li saltó sobre mi al grito de: - ¡QUELEL GAMBA GOLDAAAAAAA! - y caímos rodando por el suelo, del que me levanté a toda prisa cuando vi a la señora Li venir corriendo, cuchillo en mano para hacer conmigo rollitos de primavera.

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