lunes, 1 de noviembre de 2021

Víspera de Todos los santos.

Los abuelitos han venido a buscarme para ir a la fiesta de El Funeral. Ha sido un poco traumático ver entrar en la salita un vampiro ensangrentado  con una estaca clavada en el corazón (¡y sin embargo, andaba!) y una bruja, escoba en ristre, jorobada, con una napia llena de berrugas pilosas, dentadura atrofiada, orejas puntiagudas, pelo que recordaba a los antiguos estropajos de esparto y luciendo unas piernas embutidas en unas maravillosas botas de charol negras.

Salté de la butaca al comedor y de alli a la cocina en busca de un cuchillo con el que defenderme de semejantes seres.

Habló la bruja: - "¿Aún estás así? ¡Vamos a llegar tarde, jodía! aunque... bien pensado, yendo de tí misma nadie notará que no vas disfrazada. ¡Vámonos!

Hasta Geoooorge iba disfrazado de mayordomo sicópata y condujo el rolls royce como si lo fuera de verdad. Frenó ante la puerta de El Funeral y vi, a través de la ventanilla, la fauna que entraba a la cafetería. ¡De miedo!

Había muy buen ambiente y se notaba que el chinchón ya llevaba un rato triunfando entre el personal. Se celebraba la fiesta con la que se recordaba a los socios que aparecían, sonrientes, en la Pared de los Finados.

Se bebió, cantó, comió y bailó con las músicas, bebidas, comida, canciones y bailes que gustaban a los amigos y amigas que nos observaban desde sus retratos.

Era tal el ambiente de libertad que se olvidaron del coronavirus y hasta fumaban como carreteros. De repente ocurrieron varias cosas: debido al humo se soltó la alarma de fuego y en El Funeral empezó a llover a mares. Los coches de policías con las sirenas a toda pastilla rodearon el local. Los vecinos del inmueble, congregados en la acera, gritaban: ¡¡¡FUERA HOLIGANS!!!. Volando a ras de techo y seco como el desierto del Sahara que para eso es un ánima, mi primer abuelito, enfadadísimo, ofrecía la peor de sus caras: una nube negra llena de truenos y relámpagos. 

Antes de que me metieran en el furgón policial junto a los demás, le pegunté por su enfado. - ¡Es mi fiesta y la jodía de tu abuela no me ha invitado! - Y mientras decía estas palabras, sobre la cabeza de la abuela seguía lloviendo torrencialmente a pesar de que el furgón ya rodaba camino del cuartelillo.

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