miércoles, 11 de mayo de 2022

Puñetera.

He dejado una tableta de chocolate sobre la mesa de la cocina y he entrado a la despensa en busca de galletas. Al volver, la tableta había desparecido. - ¡COTILLAAAAAAAA! (llamé, convencida de quien se la había hecho suya. Pero la vecina no estaba en casa, de hecho no había regresado de sus trapicheos nocturnos.

Ni corta ni perezosa me encaminé hacia el comedor porque allí había gentes que llevan dos mil años esperando que les sirvan algo de comer y no le harían ascos a una tableta de chocolate, aunque no supieran qué era. Los doce apóstoles no cambiaron ni de postura ni de rictus facial al verme llegar. - ¡Ya me estáis dando mi chocolate! - Ahora sí que la expresión de sus rostros cambió: - ¿Choco... qué? - No os hagáis los inocentes. Sé que pasáis más hambre que Carracuca pero no es mi problema ¡Venga, ahuecando, que es gerundio!

Pasaron de mi olímpicamente mientras, entre risas, trataban de decir el nombre de, para ellos, un alimento desconocido: - ¿Chocochó? - ¡Choco... leches! - ¿Eso se come? - La boba de Coria dice que sí jajajajajaja.

Nadie, nadie, sabia nada de mi tableta pero el caso es que no aparecía. Pregunté a todos, árbol de la calle incluido porque, con su bocaza de madera, era uno de los mayores sospechosos, pero me juró por sus tiernos brotes, que no había visto ni cogido el chocolate.

Desde lo alto de las cortinas, mi primer abuelito señaló el suelo delante de mi: allí había ¡una miguita negra! y un rastro de agua que solo tuve que seguir dando tres pasos porque detrás del dobladillo de la cortina del balcón estaba ¡Pascualita! comièndose la tableta a dos carrillos y me mantuvo a raya gracias a la exhibición que hizo de su dentadura de tiburòn cada vez que yo intenté acercarme a coger lo que era mío.

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