jueves, 13 de agosto de 2020

Un paseo tranquilo.

 He salido temprano de casa con Pascualita metida en el termo de los chinos colgado de mi cuello. Se trataba de caminar por placer para no sudar como un pollo.

Tita, tira he llegado hasta la Catedral. La vista de la bahía, sin los grandes trasatlánticos echando humito sin parar, es una belleza. Me he colocado frente a la Puerta del Mar y mirando al Obispado, he saludado al caballo imaginario del patio. 

Me mira, feliz, porque soy la única persona que lo hace. Debe encontrarse algo deprimido desde que su amo le dejó allí en plena Edad Media. A Pascualita, en cambio, se la llevaban los demonios de pura envídia y llenándose la boca de agua del termo, que su antidiluviana saliva vuelve puro veneno, le tiró buchitos a los caballos de las calesas. Al sentir el dolor salieron a galope chocando entre sí. La escandalera de relinchos dio paso a los gritos de los cocheros que no podían creer el cambio que se operó en sus animales: algunas orejas medían un metro; unos cuellos eran tan largos como los de las girafas; algún caballo no podía andar por tener una pata tan grande como la de un gran elefante africano.

Menos mal que, al final, no les salió del todo mal a los cocheros porque todo el mundo quiso hacer fotos a esos repentinos fenómenos de la Naturaleza. Y los calés estuvieron ojo a vizor, cobrándolas. Y, como siempre, la que se queda a dos velas soy yo. 


 

 



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