sábado, 1 de agosto de 2020

¿No te importa, verdad?...

- ¿Podrías hacerme un favor, vecina? Van a traerme un paquete y, como vives en el Primero, he dicho que lo dejen en tu casa... ¿No te molesta, verdad?  - Pues... no. ¿A qué hora vendrán?  - Por la mañana.  Adios, guapa.

En este plan llevo unos días. Las vecinas se han acostumbrado a comprar por internet durante el Estado de Alarma y yo no paro de recibir sus paquetes - Como no trabajas... Como tienes un horario flexible... Total, si no haces nada en todo el día... - Una vez abrí la boca para decir que concretaran un horario porque así como vamos no puedo salir a la calle por si vienen los repartidores. - Pues, hija, vienen cuando pueden y no te quejes, boba de Coria (todo esto dicho con una sonrisa de oreja a oreja) que nosotros no lo hacemos y te aguantamos muchas cositas...

- ¡Avemariapurísimaaaaaaaaaaaaa! ¿qué hay hoy para comer? - ¡Nada, Cotilla! No voy a comprar por miedo a que vengan los de los paquetes y no me encuentren... - ¡No eres más tonta porque no te entrenas! - Por una vez y sin que sirva de precedente, reconocí que la Cotilla tenía razón.

Se fue al comedor social. - ¡Tráigame algo, por favor, que me muero de hambre!

Cada día la gente era más exigente. - Mira que te dije que no te movieras de tu casa ¡Pues te fuíste y me quedaré todo el fin de semana sin las sartenes de la Esteban! ¡Si te molestaba hacerme un favor, haberlo dicho!

Me desahogué hablando con Pascualita y Pepe. Ella, que estaba sentada en el borde del acuario, dio un salto mortal con tirabuzón y se zambulló entre los cubitos de hielo que le pongo para mitigar el calor. Pepe fue más receptivo y se tiró toooooda la tarde diciendo OOOOOOOOOOOOOOOOOO ... Si lo sé, no le comento nada.

Y una vez más, fue una de las hojitas desprendidas del árbol de la calle, la que me sacó del apuro. Aterrizó a mis pies, me subí en ella y al abrir los ojos unas maravillosas vidrieras emplomadas dejaban pasar una luz con mil colores. Las catedrales góticas pasaban ante mi como en un desfile de modelos y yo aplaudía a rabiar. Los órganos tocaban música celestial y el colorido me llenaba el corazón de alegría. Por eso, cuando volví al balcón de casa, no me importó que estuvieran aporreando la puerta.

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