lunes, 21 de junio de 2021

Mi primer abuelito no sale de su asombro.

La súbita aparición de mi primer abuelito acarreó dos episodios contrapuestos: el ataque de pánico de la Cotilla y Bedulio cuando éste último llegaba a mi casa para entregarme una multa por verter gran cantidad de agua a la vía pública. A lo que yo tengo algo que decir porque, agua, no cayó ni una gota pero no tenía a mano ningún galgo para que corriera trás del Municipal y traérmelo. Así que he dejado aparcada ésta cuestión

El otro episodio fue el ataque de risa que sufrió la abuela (aún se recupera del dolor de costillas que le dio de tanto doblarse al reir) Mi primer abuelito quedó perplejo ante esta reacción que no se esperaba. Lo que él no supo es que, en lugar de mostrar su porte actúal, lleno de elegancia y glamour que quería potenciar ante su antigua esposa, apareció vestido con su raído y anticuado traje de boda con el que fue amortajado en su momento. ¡Menudo chasco!

Lleva horas sentado sobre la lámpara del comedor asaeteándome a preguntas. Sería fácil decirle la verdad pero prefiero que piense cualquier cosa antes que sufrir el desengaño de haber hecho el ridículo y saber que la abuela se ha apuntado un tanto.

Ha sopesado todos los por qué y los porque no y no ha dado en el clavo. Harta de oírlo he recurrido a la socorrida envídia. - Los nervios, al ver que le das veinte vueltas, le han jugado una mala pasada ¿no te diste cuenta de que era una risa forzada? - ¡¿Forzada?! Bien fresca me pareció. 

No dejaba de mirarse en el espejo del aparador después de cada cambio de sudario. ¡Aquello era un no parar! - ¡Estoy guapo! ¡Guapísimo! ¿De qué se reía esa bruja? -

Como si hubiésemos hecho un juramento sagrado, nadie decía nada, alguna no por falta de ganas. Pascualita, que tiene la facultad de entenderse con el abuelito, estaba inquieta. Lo veía y abría la boca para decir algo pero se arrepentía y la cerraba. Cada vez le costaba más. Incluso dejó de comer porque le gusta ser el perejil de todas las salsas y una invisible pared de silencio se lo impedía. 

Una de las veces que el abuelito se plantó frente al espejo la sirena no pudo más y saltando del acuario, reptó hacia él. Al llegar a su lado, con la fuerza de su cola de sardina, se irguió, hizo la señal de OK con sus deditos palmeados y abrió la bocaza para decir algo... cuando el pan de la Santa Cena aterrizó en ella diciéndo. ¡Cómeme, jodía!

 

 

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