sábado, 21 de agosto de 2021

La llantina.

 - ¡Avemariapurísimaaaaaaaaaaaaaaa! Geoooorge, coge el acuario y se lo llevaremos al señor Li para que meta las gambas gordas que quiera. 

La Cotilla, con la desfachatez que la caracteriza, había hecho un trato con el señor Li: él dejaría de acosarla y amenazarla con hacerla relleno de los rollitos de Primavera, si le conseguía gambas gordas, vivas, para seguir engordándolas él y comerlas cuando estuviesen como un lechón. Y pensó en el acuario de Pascualita, que siempre lo ha creído vacío.

- ¡Alto ahí, Cotilla! El acuario es mío y es el hogar de las algas que viven en él - Eso son hierbajos. No valen para nada. Cógelo, Geoooorge.

El inglés, que estaba hasta las narices de la Cotilla, no se movió pero dijo: -  Algas servir para hacer tortilla. - ¿Por qué dijo eso?... ah, está muy raro desde lo del Brexit.

Mientras discutíamos vi a Pascualita surgir entre la vegetación marina y colocarse en el borde del acuario, muy atenta a lo que estaba pasando. - ¡Geoooorge, no me hagas repetir las cosas! - Mi llamar a madame.

Por supuesto, la abuela dijo nones a que se llevaran el hogar de Pascualita, con ella dentro, a casa del gran comedor de gambas gordas. Sus gritos de enfado se escucharon en toda la casa. Y ocurrieron varias cosas: la sirena sacó su dentadura de tiburòn a pasear. Mi primer abuelito, al oir el mal genio de su ex mujer, desapareció de la lámpara del comedor cogiéndose los bajos del nuevo sudario verde mar, para darse más prisa. La cristalera del comedor se cerró a cal y canto, avergonzada de que los vecinos oyeran los gritos. Lo único bueno que resultó de todo esto fue que el árbol de la calle, que se desgañitaba cantando a voz en grito, Las Mañanitas, se callara.

Entonces la Cotilla hizo algo inaúdito en ella: ¡lloró! 

Pronto el caudal de lágrimas escapó bajo la puerta de la calle inundando el rellano, la escalera, la entrada de abajo, salió a la acera desapareciendo por el alcorque del árbol de la calle. Este, emocionado al sentir sus raíces fresquitas después del calor pasado, lloró a lo grande, como un enorme surtidor. Y a ese llanto se sumó el de las miles de hojitas de sus ramas. No es de extrañar que los vecinos, encantados con tener una piscina comunitaria en la calle, se metieran a chapotear con sus hijos, los flotadores y los perros, en el lago que se formò y que no dejaba de crecer.

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