jueves, 14 de abril de 2022

La procesión.

Como es Jueves Santo (cosa que no ha servido para parar la guerra de Ucrania después de 50 días de horror) he ido a ver la Procesión y para no ir sola me he llevado a Pascualita. Me ha costado mucho meterla en el termo de los chinos porque la sirena come como una lima nueva y así no hay manera de que le desaparezcan "los rollitos de Primavera" que le crecen en la cintura.

La he metido a presión, atenta a su dentadura de tiburón, luego hemos ido al centro de Palma en busca de un sitio que me gustase. Alquilé una silla, me envolví con una manta grande de sofá que cogí de la salita y me entretuve viendo pasar la gente mientras, mentalmente, la despellejaba.

Por fin se escucharon trompetas y tambores acercándose y los primeros nazaremos se dejaron ver a lo lejos, con sus inseparables cirios encendidos. Pascualita, más relajada una vez que abrí el tapón del termo, no se perdía detalle. 

Pero cuando se armó la marimorena fue cuando un de los nazarenos (o capirutxa) me dio un confite típico de éste día. Le faltó tiempo para arrebatármelo a la muy bruja. Yo no me quedé quieta y se lo arrebaté, con tan mala pata que rodó por el suelo. No podía dejar que el confite se perdiera porque, tal vez ese nazareno me lo dio para tirarme los tejos.

Al inclinarme a cogerlo fue la sirena quien cayó al suelo. Ahora tenía que buscar ¡dos cosas! y estaban debajo del paso llevado por costaleros. 

Agachada y liada en la manta, levanté los faldones y entré en un mundo de hombres sudorosos que, de un momento a otro, podían chafar a la única sirena que existe en el mundo.

Me puse de rodillas sin perder de vista ni al confite ni a Pascualita. Un costalero, sin querer, la pisó de refilón y la fiera corrupia que anida en el pequeño cuerpo de la media sardina se manifestó. 

De repente, el Paso saltaba de un lado u otro, adelante o atrás, según se movían los costaleros tratando de evitar los mordiscos, cosa que muy pocos lograron. Finalmente pude agarrarla por los pelo-algas y meterla en el bolso.

Cuando volví a mi sitio en la silla alquilada, el paso tuvo que ser arrinconado porque  los mordidos veían crecer, a pasos agigantados, pies, dedos, piernas... y sus ayes superaban los decibelios de la banda de música.

Aprovechando la confusión salí de la Procesión mientras, a gritos, los costaleros hablaban de una sardina asesina. Una beata decía a su compañera: - Que malo es el chinchón, María Angustias.

 

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