Por supuesto, la escoba no barrió. Pues buena es ella. Aunque la Cotilla no se enteró porque permaneció encerrada unos cuantos días. Me acerqué varias veces a la puerta a poner la oreja y pude escuchar cuchicheos. Unas veces acelerados, otras rabiosos. También la escuché lloriquear... - ¿Cotilla está bien? - Nunca lo supe porque me daba la callada por respuesta.
Lo encontré de muy mala educación y así lo conté a los personajes de casa. Hubo división de opiniones sobre lo que yo debía hacer... o no, en éstos casos. Al final me decanté por el consejo de Pepe el jibarizado. La cabeza hueca fue la más razonable de todos.
- ¡OOOOOOOOOOOOOOOO! Pasa de ella (me dijo) OOOOOOOOO y aprovecha para darle un bisnieto a tu abuela o acabarás sin la Torre del Paseo Marítimo.
La costumbre de pegar la oreja a la puerta se extendió rápido entre los personajes. La más asídua fue Pascualita. Pronto entendimos lo que decían los murmullos: - ¿Dónde está?¿dónde está?¿dónde está?... ¡Ay, que me da algo, algo, algo. Me da algooo, tralará! ¡Mi cartilla.micartillamicartillamicartillaaaaaaaaa!...
El árbol de la calle se quejó amargamente. - ¡No escucho nadaaaa! Nena, dile a la Cotilla que hable más fuerte ¡Aaaayyyy, que desgraciadito soy y que poquito me quejoooooo!
Las peleas por los mejores sitios para poner la oreja eran constantes. Y fue el comensal de la Santa Cena, famoso por sus treinta monedas, quien puso paz y las triplicó poniendo entradas numeradas, a la venta. Hasta yo debo hacer cola y pagar... ¡en mi casa!
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