viernes, 25 de diciembre de 2020

¡Y mañana Navidad!

 EsToY aFóNiCa PeRdIdA. La voz me sale con altibajos, gallos, carraspera y dolor de garganta. Y todo por culpa de la Cotilla que se trajo a comer turrón a un sucedáneo del Orfeón Donostiarra.

Si para cenar fuímos dos, cumpliendo normas sanitarias, salvo los invisibles que abundan en casa, para la sobremesa llegaron los compañeros de trapicheo de la Cotilla dispuestos a dejarme sin turrón, sin chinchón y sin las sobras de la cena. 

Los oí venir de lejos, cantando y uniéndose a los villancicos del árbol de la calle. - La Tuna está haciendo un pasacalles aunque van un poco descompasados (dije inocentemente). - La vecina no abrió la boca. Cuando llamaron al interfono se levantó como si le hubiese picado una avispa y corrió a abrir.

Me ilusionó llenar el comedor de tunos. Nunca se sabe dónde puede estar el futuro padre del bisnieto de la abuela. Pero, cuando vi el panorama que entró en casa, quién no tenía ochenta años tenía setenta y nueve, se me cayó el alma a los pies.

- Pero..., pero... ¡Cotillaaaaa! - ¡Canta nena, canta, que quién canta su mal espanta! 

Con la escandalera no se oía nada, pero por el rabillo del ojo vi como Pascualita salía como una flecha, del fondo del acuario hasta su borde, con las mandíbulas preparadas para clavarlas en el infieliz que se le pusiera a tiro.

Las canciones se hilbanaban una tras otra, sin descanso. Yo gritaba: - ¡Dejad algo de turrón! ¡Callaros! - hasta que se me rompió la voz. 

Salí al balcón antes de que me estallara la cabeza. En la calle había un gentío, mirándome, con los puños levantados: Por lo visto los vecinos no eran partidarios de semejante escándalo, pero yo pensé que estaban encantados, por eso hice una gran reverencia con mi gracia innata y me llovieron desde frutas, trozos de porcella... hasta tabletas de turrón del duro... Ahora tengo más cardenales que el Papa de Roma. 

Llegó un coche de los municipales. Eran más de las diez de la noche y la gente seguía gritando en la calle. Bedulio y sus compañeros bajaron a toda prisa y se metieron en mi entrada. - ¡Ostras! Me va a multar. (pensé) - La Cotilla, al ver la expresión de mi cara, soltó un silbido arrabalero y el Orfeón, calló de repente. - La vecina solo dijo: - ¡Policía. Multa. Escondernos!

Y como por arte de mágia no quedó nadie en el comedor. Lo extraño fue que, por más que buscaron los municipales, no encontraron nada.

Al quedarme sola, tomando un ponche de chinchón por lo de la afonía, mi primer abuelito me contó que se había divertido mucho tapando con su sudario nuevo a los grupos de trapicheadores, cuando los guardias se acercaban. Incluso tapó al árbol de la calle porque fue quien cantó más fuerte.

Mientras, en la calle, los municipales multaron a todos los vecinos por no respetar el Toque de Queda.



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