martes, 12 de enero de 2021

El frío de las narices.

 Que bien se estaba en casa al calor de la estufa de butano, mientras veía brillaar el sol en un cielo límpio de nubes.  

Mi primer abuelito se recogió los bajos del sudario para no enredarse en él porque le estaba dos tallas grande y vino a sentarse a mi lado, pero no en una silla, cosa más que normal, sino sobre el respaldo ¿Por qué les da a las ánimas por hacer cosas difíciles? ¿Para presumir ante sus descendientes que, al estar vivos no pueden hacerlo a riesgo de que les pongan una camisa de fuerza?

El calorcito se expandía por todos los rincones de la casa. Hasta Pepe lo sentía y lo buscaba con su ojo-catalejo. Ante tamaña deferencia para con el calor, éste le acarició la cabeza jibarizada y una catarata de lágrimas de agradecimiento inundó el comedor.

- ¡No vuelvas a hacer ésto o te paso la fregona y recoges tú el líquido, idiota!

El calor se sintió ofendido (¡otro que tiene la pielecita muy fina!) y protestó ante lo que creyó que era una falta de empatía por mi parte. - ¡Me quiero ir! (gritó el tiquismiquis) - ¡Déjale que se largue! (le dije, exasperada, a la cristalera del balcón) - Piénsatelo bien ¿No ves que si se va lo echaremos de menos? - Eso, tú dale coba.

La casualidad quiso que, en ese momento, el árbol de la calle llamara a los cristales. Atenta, la cristalera se abrió para atenderlo... y el calor aprovechó el menor resquicio para salir por patas y perderse en el aire. A su vez, el frío de las narices que hacía fuera, no perdió el tiempo y se coló en casa.

El efecto fue inmediato. Mi primer abuelito dijo: - ¡Hay que joderse! Has salido a tu abuela. - Y se puso a tiritar con sudario y todo.

Pascualita, que estaba disfrutando del agua caliente, saltó del acuario porque, de repente, se le quedó helada. Cayó sobre mi falda y no tuvo ningún empacho en morderme con saña en la barriga.

El dolor me hizo saltar, llorar, berrear, correr al rededor de la mesa del comedor para acabar junto a la botella de chinchón y me la acabé.

Dormí la mona, como es preceptivo y al despertar, del techo pendían enormes carámbanos de hielo.

Me di cuenta que estaba sola. Nadie quiso pasar frío. Pascualita se había llevado a Pepe al microondas y allí se resguardaron. 

La cristalera había corrido las cortinas a modo de cobertor. Mi primer abuelito había desaparecido.

Helada, fui a poner remedio a lo que había estropeado con mi mala uva pero... el butano se había terminado.



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