lunes, 24 de mayo de 2021

El polvo.

 Mi primer abuelito lleva días sin aparecer por casa. Le sentó fatal que le echara en cara que, ya que se pasa las horas muertas subido a la lámpara, no le quite el polvo de vez en cuando. 

Me dijo que esa no era su misión en el Más Allá - ¡Pero si estás más tiempo en el Más Acá! - aunque lo que más le ofendió fue cuando nombré la herramienta que podía emplear: ¡sus sudarios de alta costura! 

- ¡¿Quiéres que quite el polvo con esas maravillas?! Eso es pura envidia porque NUNCA lucirás algo igual. - Iba a contestarle cuando me clavó la puntilla en todo lo alto. - Mejor no lo quito, al fin y al cabo es ¡el único polvo que entra en ésta casa!

Pensé que me daba un telele. - ¡Huuuuuy, lo que has dichooooooo! ¡Ahora entiendo que la abuela te mandara al otro mundo! - Por toda respuesta giró en redondo y desapareció seguido de un revuelo de colores, sedas y lentejuelas.

Pascualita, al escuchar los gritos, se sentó en el borde del acuario a tiempo de ver la salida, espectacular (tengo que reconocerlo) de mi abuelito, al que ella tomó por la abuela y se tiró hacia mi con la dentadura de tiburón dispuesta para morder. 

Menos mal que, después de tantos años de padecerla, tengo unos reflejos fabulosos y tal como venía hacia mi, le di un revés y la mandé de nuevo al acuario. Fue un corto viaje de ida y vuelta.

Al ver su cara de desconcierto me dio la risa floja y bajé la guardia, cosa que aprovechó la sirena para saltar de nuevo hacia ... mi oreja, a la que se agarró con los dientes convirtiéndose durante unos segundos, en un repelente pendiente.

Ahora, después de media botella de chinchón para aliviar el dolor, la oreja es tan grande como la de un elefante macho africano y he tenido que sentarla en una silla porque pesa lo suyo.

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