jueves, 16 de diciembre de 2021

Años veinte del siglo XX.

Sobrecogida aún por la visión de mi gente expuesta en la vitrina de una carnicería y aún sabiendo que el chinchón tuvo mucho que ver en ello, pensé que quien había salido mejor parado era Andresito como solomillo de ternera y a un precio desorbitado. Entonces me dije que me vendría bien mirar en los cajones del cantarano de la abuela para cambiar de visión, ahora que la Cotilla lleva días desaparecida.

La abuela siempre dijo que la cómoda tenía un cajón secreto: el segundo. Me llevé a Pascualita y a Pepe el jibarizado para tener con quien hablar.

El cuarto que fue de la abuela estaba lleno de cachivaches de los trapicheos de la Cotilla. Era una leonera y por eso el rugido del león me llegó alto y claro.

Me senté en la cama y abrí el primer cajón... Nada. No encontre nada que llamara mi aención.

Y así uno tras otro dejando el segundo para el final. Me pasé más de una hora buscando un botón, una palanca, algo que lo abriera facilmente. No encontré nada y como ya tenía la cabeza loca de escucha el OOOOOOOOOOOOOOOOOOOO de Pepe cachondeándose de mi, pensé que solo había dos soluciones: o tiraba al jibarizado por la ventana o tiraba del cajón con todas mis fuerzas. Me decidí, de momento, por lo segundo.

Tiré, empujé, volví a tirar, empujé, tiré, empujé, tiré y así hasta que, milagrosamente, se abrió... y encontré un tesoro: cintas de mil colores que unos tunos regalaron a mi abuela allá por los albores del siglo XX. Un boá con la cabecita, disecada del zorro que un día fue. Bolsos de los años veinte o treinta de entonces. Botones y más botones. Abalorios, peinetas, mantones de manila que debieron pertenecer a mi bisabuela (que no a la bisabuelastra) Y entre todas éstas cosas destacaba un vestido tejido en seda de varios colores, con un cinturon y una hebilla art decó.

¡Me volví loca al verlo! Sin pensarlo dos veces, me lo puse y solo eché en falta una larga pluma para el pelo.

Cogí a Pepe y a Pascualita y me planté en medio del comedor para que todos me vieran y aplaudieran, La cristalera alucinó: ¡Quiero unooooooo! Los comensales de la Cena lanzaban silbidos a diestro y siniestro. El árbol de la calle cantó el Dios Salve de la Reina con su voz potente. Las ramas se agolpaban en las ventanas y el balcón para no perderse ningún detalle. Y entonces apareció mi primer abuelito con un sudario imitanto un frac con una gardenia en el ojal. ¡Estaba total!

Bailamos un alocado charlestón cantado por el árbol de la calle que tiene un ámplio repertorio. Sintiéndonos ajenos a las explosiones de bombillas de la lámpara del comedor que, finalmente recibió su merecido en forma de un buchito de agua envenenada que le tiró la sirena y se cargó la instalación eléctrica.

 

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