miércoles, 2 de agosto de 2023

El gigante come.

Hacía diez minutos que dormía, o eso me pareció después de una noche en la que me convertí en una fuente de cuatro caños por los que salía el sudor a chorros, cuando sonó el timbre de la puerta.

Inmediatamente se oyó la inconfundible voz de Pepe el jibarizado - ¡OOOOOOOOOOOOOO! - ¿Otra vez metiéndome miedo, Pepito? - Abrí y allí estaba el Gigante del día anterior. - Buenos días, señorita. (Me temblaron las piernas ¡dichoso jibarizado!) Voy a seguir con la faena que empecé ayer. - Y entró como Pedro por su casa.

Estuvo limpiando y pintando. Dos horas después le pregunté si quería comer algo.- Pan con queso, por ejemplo (puntualicé para que no me tomara por un bocadillo con patas) - Gracias pero hoy no me toca. - (menos mal, pensé)

Pasaron varios días y el gigante siguió viniendo a las ocho en punto. Los personajes de casa no decían ni mú. Ni Pompilio se atrevió a quitarle un calcetín. Las bolas de polvo se escondieron en el último rincón de casa. El árbol de la calle no cantó, ni siquiera abrió la boca. Hasta los gorriones silenciaron sus trinos, contagiados del temor de Pepe. El cuadro de la Santa Cena estaba vacío pero, fijándome bien, vi a los comensales escondidos bajo la mesa.

Tampoco Pascualita se dejaba ver, permaneciendo en el barco hundido.

Por fin, un día, al acabar la jornada de trabajo, el gigante se despidió. - Saqué la cartera para pagarle. - No, señorita. Hoy me toca comer. - ¿Qué... come si puede... saberse...) - Turistas. - ¿Turistas? - Sí. Los que sobran

 

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